Conceptos centrales de "La Razón Populista" de Ernesto Laclau


Título: La Razón Populista
Subtítulo: -
Autor: Laclau, Ernesto
Capítulo: 4. "El pueblo y la producción discursiva del vacío" y 5. "Significantes flotantes y heterogeneidad social"



II. La construcción del Pueblo

4. El pueblo y la producción discursiva del vacío

ALGUNOS ATISBOS ONTOLÓGICOS

Laclau comienza este capítulo recapitulando algunos puntos de la primera parte del libro. Dos de las críticas que recibe el populismo son:

  • Que el populismo es vago e indeterminado: frente a esto, Laclau argumenta que la vaguedad y la indeterminación no constituyen efectos del discurso sobre la realidad social, sino que al contrario, la misma realidad social es vaga e indeterminada

  • Que el populismo es mera retórica: esta crítica presupondría pensar que la retórica es algo sin importancia, una suerte de “adorno” frente a lo que se dice en sí. El autor sostiene lo contrario. La retórica no es un fenómeno accesorio que acompañaría un fenómeno principal y que no tiene influencia sobre él, sino que ninguna estructura conceptual encuentra su cohesión interna sin apelar a recursos retóricos.



Hecha esta aclaración, el autor va a pasar a explicar su análisis. Pero antes, va a explicitar algunas categorías centrales de su análisis. Hay tres categorías centrales que guían el enfoque de Laclau son:



  • Discurso: por discurso no entendemos algo esencialmente restringido a las áreas del habla y la escritura, sino un complejo de elementos significantes en el cual las relaciones juegan un rol constitutivo. Laclau, al usar un enfoque relacional, se apoya en la teoría de los significantes de Saussure. Los elementos significantes no son preexistentes al complejo relacional, sino que se constituyen a través de él. Esto quiere decir que no tienen una existencia en términos positivos, sino en términos negativos, es decir, que es a partir de las diferencias: un significante es en solo a través de las relaciones diferenciales con algo diferente. Por ejemplo: la palabra “perro” es en tanto que existen otras cosas que no son perro, como ser “gato”, “loro”, “tigre”, “zorro”, “humano”, etc. Su significado se adquiere en una relación con los otros elementos del sistema.
    Ahora bien, entre los elementos (entre los significantes), los tipos de relación que pueden existir son sólo dos: la combinación (metonimia) y la sustitución (metáfora).

  • Significantes vacíos y hegemonía: hay que hacer una aclaración previa para explicar estos conceptos. Laclau forma parte de un momento teórico que podemos definirlo la posmodernidad. ¿Qué es lo que caracteriza a la posmodernidad? Sin entrar en detalles, podemos decir que el rasgo distintivo es la caída de las grandes certezas. El desmoronamiento de los grandes relatos, como ser el marxismo, etc., llevan a estos autores a un fuerte cuestionamiento a lo que podemos denominar “el centro” alrededor de los cuál se organiza el resto. Para Laclau, no existe ningún centro estructural necesario, dotado de una capacidad a priori de “determinación en última instancia”. ¿A qué se refiere el autor? No existe, una infraestructura que determine a una superestructura.  

Una vez que Laclau negó todo aquello con lo que no está de acuerdo, pasa a explicar lo que para él si existe. Que no exista un “centro estructurante” totalizador no quiere decir que no exista ningún tipo de estructuración. Muy por el contrario, el autor que hay efectos centralizadores que logran constituir un horizonte totalizador precario (sin este efecto, no sería posible significación alguna). ¿Cómo es esto posible?

  1. Primero, si tenemos un conjunto puramente diferencial, la totalidad debe estar presente en cada acto individual de significación.
  2. Segundo, Para aprehender conceptualmente esa totalidad, debemos aprehender sus límites, es decir, debemos distinguirla de algo diferente a si misma. Esta otra diferencia sería interna a la misma estructura, por lo que no sería apta para el trabajo totalizador.
  3. Tercero, la única posibilidad de constituir un verdadero exterior sería mediante la exclusión de un elemento. Frente al elemento excluido, todos los elementos dentro del sistema son equivalentes entre sí: equivalentes en su rechazo común a la identidad excluida.
  4. Cuarto, por lo tanto, toda identidad está construida alrededor de esta tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. Lo que tenemos, en última instancia, es una totalidad fallida, el sitio de la plenitud inalcanzable.


La totalidad constituye un objeto que es a la vez necesario pero imposible. Imposible porque la tensión entre equivalencia y diferencia es insuperable. Necesario porque, sin algún tipo de cierre, por más precario que fuera, no habría ninguna significación ni identidad.

Ahora bien, existe la posibilidad de que una diferencia, sin dejar de ser particular, asuma la representación de una totalidad inconmensurable. (Nota: la representación es más amplia que la comprensión conceptual). De esta manera, su cuerpo estará dividido entre la particularidad que ella aún es y la significación universal de la que es portadora. Esta operación por la que una particularidad asume una significación universal es lo que denominamos hegemonía. Como esta totalidad o universalidad encarnada es un objeto imposible, la identidad hegemónica pasa a ser algo del orden del significante vacío, transformando su propia particularidad en el cuerpo que encarna una totalidad inalcanzable.

Si la sociedad estuviera unificada por un contenido óntico determinado (determinación de la economía, etc.) la totalidad podría ser directamente representada en un nivel estrictamente conceptual (la lucha de clases). Como éste no es el caso, una totalización hegemónica requiere una investidura radical (no determinada a priori). Aquí, como veremos, la dimensión afectiva juega un rol central.

  • Retórica: en la retórica clásica, Cicerón identificó una figura retórica llamada la catacresis, que implicaba usar un término figurativo que no puede ser sustituido por uno literal (por ejemplo, cuando hablamos de “la pata de la mesa”). En el análisis de Laclau, la catacresis no es una figura retórica, sino que es el denominador común de la retoricidad como tal. Es el modo en que funciona la retórica en sí.

En relación con la hegemonía y los significantes vacíos, estos surgen de la necesidad de nombrar un objeto a la vez imposible y necesario. En este sentido, la operación hegemónica será siempre catacrética.

Una figura retórica se vuelve central para la teoría de Laclau es la sinécdoque: la parte que representa al todo.



DEMANDAS E IDENTIDADES POPULARES



¿Cuál va a ser la unidad de análisis mínima de Laclau? El autor va a entender que esta unidad de análisis (el pueblo) no existe a priori, sino que es constituida por el discurso populista como una unidad.

“El pueblo” es una forma de constituir la unidad del grupo. No es, obviamente, la única, hay otras lógicas que operan dentro de lo social y que hacen posibles tipos de identidades diferentes de la populista.



                La unidad más pequeña por la cual comenzaremos corresponde a la categoría de “demandas sociales”. El concepto anglosajón demand con el que trabaja Laclau es ambiguo: puede significar una petición (1) o un reclamo (2). Si la demanda (1) es satisfecha, allí se termina el problema; pero si no lo es, la gente puede comenzar a percibir que los vecinos tienen otras demandas iguales insatisfechas (ej.: vivienda, agua, salud, educación, etc.). Si la situación permanece igual por un determinado tiempo, habrá una acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema institucional para absorberlas de un modo diferencial (cada una de manera separada de las otras) y esto establece entre ellas una relación equivalencial. El resultado será un abismo cada vez mayor que separa al sistema institucional de la población. Las peticiones van convirtiéndose en reclamos. A la pluralidad de demandas qué, a través de su articulación equivalencial, constituyen una subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares. Comienza, en un nivel muy incipiente, a constituirse al “pueblo” como actor histórico potencial. Aquí tenemos, en estado embrionario, una configuración populista.

                Ya tenemos dos claras precondiciones para el populismo:

  1. La formación de una frontera interna antagónica separando al pueblo del poder
  2. Una articulación equivalencial de demandas que hace posible el surgimiento del “pueblo”.

Existe una tercera precondición que no surge realmente hasta que la movilización política ha alcanzado un nivel más alto:

  1. La unificación de diversas demandas – cuya equivalencia, hasta ese punto, no había ido más allá de un vago sentimiento de solidaridad – en un sistema estable de significación.



LAS AVENTURAS DE LAS EQUIVALENCIAS

Queda por explicar la diferencia entre una totalización populista y una institucionalista. La diferencia y la equivalencia están presentes en ambos casos, pero un discurso institucionalista es aquel que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad. Por lo tanto, el principio universal de la “diferencialidad” (atender diferencialmente cada una de las demandas) se convertiría en la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo. En el caso del populismo ocurre lo opuesto: una frontera de exclusión divide a la sociedad en dos campos. El “pueblo”, en ese caso, es esa parcialidad que aspira a ser concebida como la única totalidad legítima.

La terminología tradicional de “pueblo” ya está clara esta diferencia. El pueblo puede ser concebido como “populus” – el cuerpo de todos los ciudadanos – o como “plebs” – los menos privilegiados. A fin de concebir al “pueblo” del populismo, necesitamos algo más: que el plebs reclame ser el único populus, es decir, una parcialidad que quiere funcionar como una totalidad de la comunidad.

                En el caso del discurso institucionalista, hemos visto que la diferencialidad reclama ser concebida como el único equivalente legítimo: todas las diferencias son consideradas igualmente válidas dentro de una totalidad más amplia. En el caso del populismo, esta simetría se quiebra: hay una parte que se identifica con el todo. Va a tener lugar una exclusión radical dentro del espacio comunitario. Esta es la transición entre lo que hemos llamado demandas democráticas a demandas populares. Las primeras pueden ser incorporadas a una formación hegemónica en expansión, las segundas representan un desafío a la formación hegemónica como tal.



ANTAGONISMO, DIFERENCIA, REPRESENTACIÓN

Una primera dimensión de la fractura es que, en su raíz, se da la experiencia de una falta. Como hemos visto, esta se encuentra vinculada a una demanda no satisfecha. Por lo cual nos enfrentamos desde el comienzo con una división dicotómica entre demandas sociales insatisfechas, por un lado, y un poder sensible a ellas, por el otro. Aquí comenzamos a comprender por qué la plebs se percibe a si misma como populus, la parte como el todo: aquellos responsables de esta situación no pueden ser una parte legítima de la comunidad, la brecha con ellos es insalvable.

                La segunda dimensión es que si hay una gran cantidad de demandas sociales no satisfechas, el marco simbólico que las articula comienza a desintegrarse. Por lo tanto, la construcción de un enemigo depende también cada vez más de un proceso de construcción política que articule estas demandas o luchas parciales y ayude a identificar un enemigo global que es mucho menos evidente.

                Una tercera dimensión tiene que ver con la tensión entre la diferencia y la equivalencia dentro de un complejo de demandas que se han vuelto “populares” en su articulación.  Por un lado, la inscripción de las demandas dentro de una cadena equivalencial le da corporeidad, deja de ser una ocurrencia fugaz para convertirse en parte de lo que Gramsci llamaba “guerra de posición”. Pero, por otro lado, esta cadena equivalencial posee sus propias leyes estratégicas de movimiento, y nada garantiza que estas leyes propias no lleven a comprometer los contenidos implicados en algunas de las demandas populares. Debe sostenerse un cierto equilibrio entre equivalencia y diferencia. Uno de las posibilidades es que se vuelva pura diferencia: en ese caso, implica la disolución del pueblo, y la absorción de cada una de las demandas individuales, como diferencialidad pura, dentro del sistema dominante. Así, el destino del populismo está ligado al destino de la frontera política: si esta desaparece, el pueblo como actor histórico se desintegra.

LA ESTRUCTURACIÓN INTERNA DEL “PUEBLO”



Antes dijimos que las relaciones equivalenciales no irían más allá de un vago sentimiento de solidaridad si no se cristalizaran en una cierta identidad discursiva que no represente ya demandas democráticas como equivalentes, sino que representa al lazo equivalencial como tal. Es sólo en este momento de cristalización en el que se constituye al “pueblo” del populismo. Aunque el lazo estaba originalmente subordinado a las demandas, ahora reacciona sobre ellas, modificando su comportamiento. Sin esta operación de inversión no habría populismo.



                Entre las demandas individuales en su particularismo debe encontrarse un denominador común que encarne la totalidad de la serie. Como este denominador común debe provenir de la misma serie, solo puede ser una demanda individual que, por una serie de razones circunstanciales, adquiere cierta centralidad. Esta es la operación hegemónica que ya describimos.



                La demanda particular que condensa la identidad popular esta internamente divida: por un lado, es una demanda particular; por el otro, su propia particularidad comienza a significar algo muy diferente de si misma: la cadena total de demandas equivalenciales (Laclau da el ejemplo del significante “mercado” en Europa del este: significó mucho más que el orden puramente económico, significaba libertades civiles, el fin de la burocracia, ponerse a la altura de occidente, etc.). Pero esta dimensión más universal es necesariamente transmitida a los otros eslabones de la cadena, que de esta manera también se dividen entre su particularismo de sus propias demandas y la significación popular dada por su inscripción dentro de la cadena. Entonces se produce una tensión: cuanto más débil es una demanda, más depende para su formulación de su inscripción popular, inversamente, cuanto más autónoma se vuelve discursivamente, más tenue será su dependencia de una articulación equivalencial. La ruptura de esta dependencia entre la demanda particular y la cadena puede llevar a una desintegración casi completa del campo popular-equivalencial.



                En segundo lugar, cuanto más extendida esté la cadena, menos van a estar ligados esos significantes a sus demandas particulares originales. En otras palabras, la identidad popular se vuelve cada vez más plena desde un punto de vista extensivo, ya que representa una cadena siempre mayor de demandas, pero se vuelve intensivamente más pobre, porque debe despojarse de contenidos particulares a fin de abarcar demandas sociales que son totalmente heterogéneas entre sí. Por lo tanto, una identidad popular funciona como un significante tendencialmente vacío. Es como el proceso de condensación en los sueños: una imagen no expresa su propia particularidad, sino una pluralidad de corrientes muy disímiles del pensamiento inconsciente que hallan su expresión en esa única imagen.



                Revisitemos nuevamente las críticas comunes que suele hacérsele al populismo y que mencionamos al comienzo de este capítulo.

                El primero tiene que ver con la denominada “imprecisión” y “vaguedad” de los símbolos populistas. Como hemos visto, el carácter vacío de los significantes vacíos que dan unidad o coherencia al campo popular no es el resultado de ningún subdesarrollo ideológico o político: simplemente expresa el hecho de que toda unificación populista tiene lugar en un terreno social radicalmente heterogéneo.



                El segundo problema tiene que ver con la centralidad del líder. Como también hemos visto, la posición del sujeto popular no expresa simplemente una unidad de demandas constituidas fuera y antes de sí mismo, sino que es el momento decisivo en el establecimiento de esa unidad. Es por eso que dijimos que ese elemento unificador no es un medio neutral o transparente. Por tanto, la unidad de la formación discursiva es transferida desde el orden conceptual (lógica de la diferencia) hacia el orden nominal. Esto, obviamente ocurre con más frecuencia en aquellas situaciones en las cuales se produce una ruptura o una retirada de la lógica diferencial/institucional. En esos casos, el nombre se convierte en el fundamento de la cosa.



(No incluyo en este resumen “nominación y afecto”)



POPULISMO



Ya tenemos las principales variables teóricas para intentar conceptualizar el populismo. Para esto deberían tenerse en cuenta tres aspectos:



  1. Por populismo no entendemos un tipo de movimiento, sino una lógica política. Por lógica social entendemos un sistema enrarecido de enunciaciones, es decir, un sistema de reglas que trazan un horizonte dentro del cual algunos objetos son representables mientras que otros están excluidos. La lógica política es igual, pero específicamente vinculada con la institución de lo social. Esta institución de lo social surge de las demandas sociales. El momento equivalencial es el que reúne una pluralidad de demandas sociales. Esto, a su vez, implica la construcción de fronteras internas y la identificación de un “otro” institucionalizado.
  2. La construcción de un pueblo es una construcción radical, en el sentido “de raíz”, es decir que constituye agentes sociales como tales y que no expresa una unidad del grupo previamente dada. No puede existir un sistema de unidad a priori precisamente porque las demandas insatisfechas son la expresión de una dislocación sistémica. Esto implica dos consecuencias: a- el momento de la unidad de los sujetos populares se da en el nivel nominal y no en el nivel conceptual – es decir, que los sujetos populares son siempre singularidades -; b- precisamente porque ese nombre no está conceptualmente fundamentado, los límites entre las demandas que va a abarcar y aquellas que va a excluir se van a desdibujar y van a dar a cuestionamiento permanente. El lenguaje del discurso populista siempre va a ser impreciso y fluctuante: no por una falla cognitiva, sino porque intenta operar performativamente dentro de una realidad social que es en gran medida heterogénea y fluctuante.
    Encarnar algo sólo puede significar dar un nombre a lo que está siendo encarnado; pero como lo que está siendo encarnado es una plenitud imposible, la entidad “encarnadora” se convierte en el objeto pleno de investidura catéctica. El objeto encarnante constituye, así, el horizonte último de aquello que es alcanzable, no porque exista un “más allá” inalcanzable, sino porque ese “más allá”, al no tener entidad propia, solo puede estar presente como el exceso fantasmático de un objeto a través del cual puede alcanzarse; este exceso, en palabras de Copjec, sería el “valor de pecho” de la leche. Traducido esto al lenguaje político: una determinada demanda, adquiere en cierto momento una centralidad inesperada y se vuelve el nombre de algo que la excede, de algo que no puede controlar por si misma y se convierte en una demanda popular. Pero es inalcanzable en términos de su propia particularidad inicial, material. Debe convertirse en un punto nodal de sublimación; debe adquirir un “valor de pecho”. Es sólo entonces que el “nombre” se separa del “concepto”, el significado del significante. Sin esta separación no existiría populismo.



5. SIGNIFICANTES FLOTANTES Y HETEROGENEIDADES SOCIALES

FLOTAMIENTO: ¿NEMESIS O DESTINO DEL SIGNIFICANTE?



Recapitulando. En primer lugar, hallamos la presencia de un significante vacío que expresa y constituye una cadena equivalencial. En segundo lugar, el momento equivalencial se autonomiza de sus lazos integradores, pues, la inscripción equivalencial tiende a dar solidez y estabilidad a las demandas, pero también a restringir su autonomía. Finalmente, la cuestión de los límites de este doble juego de subordinación y autonomización de las demandas particulares. La cadena sólo puede vivir dentro de la tensión inestable entre estos dos extremos, y se desintegra si uno de ellos se impone sobre el otro. La unilateralización del momento de subordinación transforma los significantes populares en una entelequia inoperante incapaz de actuar como fundamento para las demandas democráticas. Esto es lo que le pasó a muchos discursos populistas en países africanos con el surgimiento de las elites burocratizadas. Por otro lado, la autonomización, más allá de cierto punto, conduce a una lógica pura de las diferencias y el colapso del campo equivalencial popular (como en la crisis del cartismo).



En todo lo expuesto en el capítulo anterior hay una simplificación.



El ejemplo que se estaba presentando es el del zarismo – separado por una frontera política de las demandas de la mayoría de los sectores de la sociedad (D1, D2, D3, …). Cada una de las demandas es diferente de todas las otras (esta particularidad se muestra con el semicírculo inferior en la representación de cada una de ellas). Sin embargo, todas son equivalentes entre sí en su oposición al régimen opresivo (esto es lo que representa el semicírculo superior. Esto, como hemos visto, conduce a que un significante se convierta en el significante de toda la cadena -significante tendencialmente vacío-. Pero todo el modelo depende de la presencia de una frontera dicotómica: sin ella, la relación equivalencial se derrumbaría y cada demanda sería particular.






                Sin embargo (he aquí la parte en que se complejiza): ¿qué ocurre si la frontera dicotómica, sin desaparecer, se desdibuja como resultado de que el régimen opresivo se vuelve él mismo hegemónico, es decir, intenta interrumpir la cadena equivalencial alternativa, en la cual algunas demandas populares son articuladas con eslabones totalmente diferentes. En ese caso, las mismas demandas democráticas reciben la presión estructural de proyectos hegemónicos rivales. Esto genera autonomía de los significantes populares diferente de la que hemos considerado hasta ahora. Su sentido permanece indeciso entre fronteras equivalenciales alternativas. A los significantes cuyo sentido está “suspendido” de este modo lo denominaremos significantes flotantes.




Por lo tanto, el modo como se va a definir el sentido de una demanda va a depender del resultado de una lucha hegemónica. Por lo tanto, la “dimensión flotante” se vuelve más visible en periodos de crisis orgánica, cuando el sistema simbólico requiere ser formado de un modo radical (de raíz).



Como hemos visto, las categorías de significantes “vacíos” y “flotantes” son estructuralmente diferentes. La primera tiene que ver con la construcción de una identidad popular una vez que la presencia de una frontera estable se da por sentada; la segunda intenta aprehender conceptualmente la lógica de los desplazamientos de esa frontera. En la práctica, sin embargo, la distancia entre ambas no es tan grande. Las dos son operaciones hegemónicas y, lo más importante, los referentes en gran medida se superponen.

Una situación en la cual sólo la categoría de significante vacío fuera relevante, con exclusión total del momento flotante, sería una situación en la cual habría una frontera conceptualmente inmóvil, algo difícil de imaginar. Inversamente, un universo puramente psicótico en el que tuviéramos un flotamiento sin ninguna fijación parcial es también impensado. Por lo tanto, significantes vacíos y flotantes deben ser concebidos como dimensiones parciales – y por lo tanto analíticas – en cualquier proceso de construcción de hegemonía.



LA HETEROGENEIDAD ENTRA EN ESCENA



Laclau va a acercarse a la noción de heterogeneidad desde una perspectiva histórica. Al Hegel proponer la noción de “los pueblos sin historia”, ya estábamos apuntando al tratamiento que recibe lo “heterogéneo” cuando se lo enfoca a través de una lógica totalizante: su desestimación, como resultado de la negación de su historicidad.



Desde la década de 1830 que el exceso de heterogeneidad comienza a incrementarse en proporciones alarmantes.



Marx también diferenció a un sector que no pertenecía al movimiento de la historia – a lo no histórico -. Dentro de una historia que el concibió como historia de la producción, la clase trabajadora sería el agente de un nuevo estadio en el desarrollo de las fuerzas productivas, y el término “proletario” fue utilizado para designar a este nuevo agente. Pero con el fin de mantener sus credenciales como perteneciente al “interior” de la línea principal del desarrollo histórico, el proletariado debía ser diferenciado del “extranjero” absoluto: el lumpenproletariado.

Marx y Engels se referían al lumpenproletariado como “el peor de los posibles aliados”, la describen como “muchedumbre absolutamente venal y absolutamente descarada”, y todo líder que “usa a estos sinvergüenzas como guardias o confía en su apoyo, demuestra por esta sola acción ser traidor al movimiento”. Por lo tanto, el carácter “extranjero” puro del lumpenproletariado, su expulsión del campo de la historicidad, es la condición misma de posibilidad de una interioridad pura, de una historia poseedora de una estructura coherente.

Marx en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 compara al parasitismo del lumpenproletariado, al que se refiere como la escoria de la sociedad, con la aristocracia financiera, que no sería sino “el resurgimiento del lumpenproletariado en la cumbre de la sociedad burguesa”.

No es lo mismo el lumpenproletariado y el ejército industrial de reserva. Si bien ambos son externos al sistema, se trata de una exterioridad diferente de la del lumpenproletariado, y como resultado, aún forman parte de una “historia de la producción”.

Sin embargo, ¿qué pasa si el desempleo aumenta más allá del nivel necesario para mantener los salarios en el nivel de subsistencia? José Nun denomina a este nivel de desempleado que ya deja de ser funcional a la acumulación capitalista como “masa marginal”. Aquí vemos como, a diferencia del desempleo fluctuante al que refería Marx cuando hablaba del ejército industrial de reserva, esta masa marginal pasa a ser similar a la situación del lumpenproletariado, en tanto que tampoco es una heterogeneidad interna sino externa al sistema.







                                               M N



La demanda m y n – que no están divididos en semicírculos – son heterogéneas en el sentido de que no pueden ser representadas en ninguna ubicación estructural dentro de los dos campos antagónicos.



Consideremos el antagonismo entre trabajadores y capitalistas. En el nivel conceptual, “trabajador” significa sólo “vendedor de fuerza de trabajo”. En ese caso, no podemos definir aún ningún tipo de antagonismo con el capitalista. Para que exista un antagonismo es necesario que el trabajador se resista a dicha extracción. Esta resistencia sólo va a surgir – o no- según como el trabajador concreto – y no su determinación conceptual – está constituido. Esto significa que el antagonismo no es inherente a las relaciones de producción, sino que se plantea entre las relaciones de producción y una identidad que es externa a ella. La conclusión a la que llega Laclau es que el antagonismo presupone la heterogeneidad, porque la resistencia de la fuerza antagonizada no puede derivarse lógicamente de la forma de la fuerza antagonizante. Esto sólo puede significar que los puntos de resistencia a la fuerza antagonizante siempre van a ser externos a ella. En términos prácticos, volviendo al ejemplo anterior, no hay motivos para que las luchas que tienen dentro de las relaciones de producción deban ser los puntos privilegiados de una lucha global anticapitalista. Un capitalismo globalizado crea una miríada de puntos de ruptura y antagonismos – crisis ecológicas, desequilibrios entre diferentes sectores de la economía, desempleo masivo, etc. -, y es sólo una sobredeterminación de esta pluralidad antagónica la que puede crear sujetos anticapitalistas globales capaces de llevar una lucha digna de tal nombre. Y, como demuestra también la experiencia histórica, es imposible determinar a priori quiénes van a ser los actores hegemónicos en esta lucha. Todo lo que sabemos es que van a ser los que están afuera del sistema, los marginales – lo que hemos denominado lo heterogéneo – que son decisivos en el establecimiento de una frontera antagónica.



                Estamos en las antípodas de las primeras referencias de Marx y Engels al lumpenproletariado. Fanon identifica la condición para el establecimiento de una frontera radical que haga posible la revolución anticolonialista: una exterioridad total de los actores revolucionarios respecto de las categorías sociales del status quo existente. En segundo lugar, su confluencia en una voluntad política revolucionaria debe tener lugar como una equivalencia política radical.



                ¿Significa esto que lo político se ha convertido en sinónimo de populismo? Sí, en el sentido en el cuál concebimos esta última noción. Sin embargo, no significa que todos los proyectos políticos sean igualmente populistas; eso depende de la extensión de la cadena equivalencial que unifica las demandas sociales. En tipos de discursos más institucionalizados (dominados por la lógica de la diferencia), esa cadena se reduce al mínimo, mientras que su extensión será máxima en los discursos de ruptura que tienden a dividir lo social en dos campos. Pero cierta clase de equivalencia (cierta producción de un “pueblo”) es necesaria para que un discurso pueda ser considerado político. En cualquier caso, lo que es importante destacar es que no estamos con dos tipos diferentes de política: sólo el segundo es político; el otro implica simplemente la muerte de la política y su reabsorción por las formas sedimentadas de lo social.



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